lunes, 7 de agosto de 2017

Lo que importa es (o cómo desvalorizar el sentir ajeno)

Llevo meses con esto en mente. Quizás sea más honesto decir que llevo años con esto en mente, la verdad...

Hace muchos años (más de 30), siendo yo una niña de ocho años, le diagnosticaron a mi madre un cáncer de mama. En aquella época,  aunque os pueda sonar absurdo porque parece que no hace tanto, la supervivencia a un cáncer no era tan probable como ahora y, quizás amparada en ese desconocimiento de la enfermedad, mi madre recibió por parte de sus amigas y vecinas una increíble cantidad de frases de des-consuelo bienintencionadas pero absurdas que sólo hacían que sintiera que no la entendían y que no podía hablar de lo que sentía con nadie...
«Lo que importa es que hay esperanza» o «te quitan el pecho y listo», fueron las primeras que recuerdo haber escuchado. Y yo, pequeña aún como os decía, la sentía mal aunque no entendía bien lo que era el cáncer o qué implicaba quitarle un pecho. Sentía su miedo, su dolor, su miedo por ella y por nosotros, su fragilidad en ese marco de mujer fuerte del que se rodeaba. Y le daba la mano, aunque no entendía, cuando la encontraba llorando por las noches, y la escuchaba cuando se lamentaba de no poder hablar de lo que le pasaba porque se sentía sola.

Cuando quitarle el pecho no fue suficiente, las personas que la rodeaban (ya de oficio y sin que ella pidiera opinión o consejo) fueron un nivel más allá ante las consecuencias de la quimioterapia, y escuchábamos que los vómitos eran lo de menos si así se curaba, o que sus hijos desatendidos ya se apañarían como pudieran porque lo que importaba era ella. Y ella volvía a llorar, a sentirse sola, a sentir dolor por todo y por nosotros... y volvía a lamentarse porque parecía que nadie entendía que a ella le dolía no sólo lo que ella pasaba, sino el no poder estar para sus hijos, el tener que ser cuidada por ellos y no al revés, y el que la vieran hinchada, sin apenas pelo, con un pecho menos, pálida amarillenta, mareada, vomitando, destruida a ratos... «A nadie le duelen mis hijos como a mi». Recuerdo esa frase suelta, en uno de esos momentos nocturnos en los que el insomnio le vencía y creía que nadie la escuchaba.

Pero el cáncer no se frenaba, y llegó el temido momento del desahucio... Le daban menos de un año de vida, y ese año no sería fácil. Y ahí, entre mis fantasías de niña de curación milagrosa, entre la realidad devastadora de mi familia y mis fantasías infantiles, me empecé a rebelar... Cómo alguien puede decir a una persona que se muere y que deja una hija de once años y uno de 17 que lo que importa es que tiene unos meses para estar con ellos? Estar? Estar cómo? Entre dosis de morfina que la dejaban semiinconsciente y dolores que hacían que llorara entre gritos? Entre el llanto desesperado de un hijo para quien lo era todo y la aparente inconsciencia de una hija que simplemente simulaba no darse cuenta y fantaseaba con una adultez en la que sus hijos disfrutaran de la abuela? Entre el sentirse perdido de un marido que quedaba al cargo de dos hijos a quienes no entendía ni sabía criar y el dolor acumulado de tres años de lucha por su mujer a las espaldas? Y alguien que no sabe nada de todo esto se atreve a decirle a mi madre que no llore porque aún puede tener unos meses con su familia?

Me rebelé, ya lo creo. Mi madre, derrumbada por su batalla física, psicológica y emocional, estaba siendo pisoteada en su sentir. SU SENTIR. Y la niña buena, complaciente, educada y alegre que siempre intentaba que todo el mundo estuviera bien, echó a alguien de su casa. Sí, con sus once años recién cumplidos, esa niña estalló, fue calificada de maleducada, casi la castigan, pero abrazó a su madre tras cerrar la puerta de casa y plantó la exigencia de que esa persona no volviera. Y, acto seguido, preparó un zumo a su madre, le frotó las piernas con alcohol para ayudar a que no le dolieran, y le dijo que si quería llorar, ella le daría la mano. «Llora, mamá, a mi no me importa». Y lloraron juntas. Fue la última vez que lloramos juntas, porque pocas semanas más tarde, un mes antes de Nochebuena, mi madre murió.

Como una herencia indeseada, llegaron a mi las frases de des-consuelo. La gente me quería hacer ver que llorar no servía de nada y era malo, que me alegrara por tener aún a mi padre, que me alegrara porque mi madre ya descansaba, que me agarrara a Dios, que tenía que ser fuerte, que tenía que llevar adelante mi casa porque ahora era la mujer de la casa... y yo, niña de once años con tres años previos de sufrimiento diario de quienes más amaba, me lo creí. Me encerré el dolor en un cajón, hice lo que se esperaba de mi, y llevé lo que se me pedía adelante. Sin darme cuenta, claro está, de lo que eso implicaba.

Años más tarde, desperté. Durante la adolescencia todo estalló, todo se desmontó dentro de mi y tuve la enorme suerte de encontrar herramientas y personas que me ayudaron a recolocar cada pedazo roto en esos años. Quizás el puzzle no quedó perfecto, pero al menos aceptable, creo yo.

Desde entonces, he vivido muchos duelos. He tenido la muerte cerca cuando la vida así lo ha decidido, y he seguido aprendiendo. Tanto, que me especialicé en acompañar en los duelos a las madres y familias que perdían a sus bebés antes o después de nacer. Años de enfrentar duelo y pérdida junto a otras personas enseñan, como mínimo, qué es lo que no necesitan.

Y entonces llegó Pablo... y con él la oportunidad de poner en práctica cada una de las cosas aprendidas, cada herramienta y cada parte de mi trabajada y puesta en perspectiva. Y, cómo no, con él han llegado también las frases de des-consuelo.

Soy muy consciente de cada pérdida sufrida con Pablo y con el embarazo y su primera crianza y la actual... perdí mi embarazo sano, feliz y «normal»; mi parto deseado y su llegada soñada; perdí verle nacer, cogerle en brazos, olerle, ponerle al pecho, descubrirle poco a poco, darle sus primeros baños o cambiarle sus primeros pañales, hacerle fotos con su hermana recién nacido, ver cómo ella le cambiaba un pañal o le vestía, sacarle a pasear hecho un ovillito en su fular o su carrito, llevarle a su primera revisión, tenerle cada noche a mi lado, mirarle mientras duerme encogidito, oir su llanto de recién nacido, elegir su ropita de primer mes, llegar con él en brazos tan chiquitito a casa... y eso solo nada más nacer!
Porque seguimos perdiendo cosas cada día. Una tras otra. Desde el contacto con otros niños que estén escolarizados hasta el poder irnos despreocupadamente de vacaciones al menos dos días o poder llevarle a visitar a la familia sin que tenga que ser por turnos.
No, jamás volverá todo eso, y mucho más que hemos perdido. Jamás podremos tener una crianza despreocupada porque Pablo no es un niño sano. Y esa, por más que pueda doler o molestar, es la realidad.

Así que sí, tenemos muchos duelos,
pequeños y grandes, que se suman, porque hemos perdido mucho. Hemos sufrido lo indecible porque durante muchos meses la vida de Pablo era una incertidumbre. Y no podemos ser unos padres despreocupados porque la realidad de nuestro hijo habla de entre 30 y 60% de posibilidades de que su diafragma hecho de gore tex se rompa antes de cumplir los tres años y volvamos atrás, a algo similar al principio. Y esto es así. Es una realidad, como todas las secuelas asociadas a su enfermedad. Porque un constipado nos puede mandar fácilmente a un ingreso hospitalario como a muchos otros pequeños con su enfermedad u otras y dar muchos pasos atrás, y esa es una realidad. Porque no podemos no controlar al milímetro lo que come porque hemos de contar cada caloría y cada proteína, porque tenemos que saber si hace más o menos pis porque su malformación renal puede dar la cara, porque tenemos que revisar el color de su piel o su sensibilidad porque tenenos tres trombos que pueden soltarse e ir directos a corazón y pulmones... y por mucho más. Por todo eso no podemos ser unos padres despreocupados. Porque entonces seríamos unos inconscientes.

Significa el reconocer la realidad de Pablo que nos revolcamos en nuestro dolor y vivimos amargados? No. Que nadie se equivoque porque no es así. Significa que estamos viviendo nuestros diferentes procesos de duelo por todo lo que hemos tenido que ir aceptando perder en el camino. Y que somos conscientes de su realidad, como cada madre y padre es consciente de la de sus hijos, o lo intenta.

Implica esto no ver lo afortunados que somos de tenerle? No. Cada día que le miramos damos gracias a todo en lo que creemos por tenerle aquí, nos admiramos de su fortaleza y valentía, y le acompañamos en su camino, sabiendo que no es certero, como no lo es el de nadie. Pero disfrutando de cada paso. Se trata de no perder de vista todo el cuadro que nos rodea, pero disfrutar de su parte hermosa. Y eso es un equilibrio diario.

Es mejor no llorar por lo perdido y mirar adelante? Acaso el no llorar y procesar lo perdido nos hace más fuertes? Más sanos? Más honestos? No, todo lo contrario. Reconocer, dejarse sentir y recolocar esas emociones y esas pérdidas nos hace mucho más conscientes de lo que tenemos y de dónde estamos y lo que podemos llegar a hacer y a ser. Reconocer lo perdido y aceptar su dolor es entender mejor al resto de quienes han perdido también cosas importantes en esta lucha diaria, y eso implica, por ejemplo, entender mejor a Pablo y a Laura.

Vivimos en una sociedad absurda que niega la tristeza, que la aparta, que la margina como algo negativo. Sin entender que es, sin más, una emoción más que vivimos. Y que saber enfrentarla y navegarla es precisamente lo que nos ayuda, y no enterrarla en un cajón.
Vivimos en una sociedad en la que tenemos la osadía de decir a alguien que siente dolor o reconoce haberlo sentido o haber perdido algo importante que debe mirar a otro lado. Y lo decimos desde nuestra cómoda posición de no haber pasado por ello, o desde la defensiva visión de que si esa persona llora y nosotros no lo hemos hecho nos sentimos cuestionados.

Si te violan, lo importante es que estás viva. Si te maltratan, lo importante es que puedes seguir tu vida después. Si te agreden en tu parto, lo importante es que tu bebé y tú estáis bien. Si te roban y te dejan hasta sin lo más básico, lo que importa es que tienes vida para recuperar tus cosas materiales. Si vives un embarazo de alto riesgo temiendo por la vida de tu bebé, lo importante es que ya pasó. Si te diagnostican un cáncer terminal, lo importante es que tienes unos meses para estar con los tuyos. Si te extirpan un pecho o el útero, lo importante es que sigues viva. Si muere tu madre, lo importante es que te queda tu padre. Si pierdes a tu bebé, lo importante es que tienes o podrás tener otro. Si no puedes tener hijos, lo importante es que puedes seguir viviendo sin ello. Si has de estar controlando la salud de tu hijo, a medio camino entre madre y enfermera, lo importante es que sigue vivo. Si deseabas dar lactancia a tu bebé y no puedes, lo importante es que se puede alimentar de otro modo... Sí, siempre hay algo más importante que lo que sientes... siempre hay quien te dirá que lo que sientes no es importante, que el dolor y el sentimiento de pérdida que lo produce no es válido y que debes mirar a otro lado.
Quizás incluso tú hayas pronunciado una de esas frases de des-consuelo alguna vez. Porque ya decía mi madre que decir a los demás lo que deben hacer con su vida sin estar metidos en ella es muy fácil y muy goloso. Nos encanta.

Pero la realidad ed que cada una de las personas con las que nos cruzamos cada día tienen su dolor, sus pérdidas, precios que han pagado en su vida para seguir caminando en ella... y cada uno decide si lo enfrenta o mira a otro lado. Y nadie toma una elección u otra para molestar a los demás, sino porque es lo que siente.
Por eso, antes de decirle a nadie que sufre que lo importante es cualquier otra cosa, mejor pensárselo. Porque no hay nada más importante que lo que siente esa persona, y decir algo así hace que se sienta desautorizada a sentir, culpable o débil por hacerlo. Cuando es lo contrario, sentir en nuestra sociedad es un acto de valentía y consciencia maravilloso y rebelde.

Y si estás sintiendo que has perdido, si sientes que no puedes hablarlo, que no se valida, que no se permite, busca quien te escuche, busca quien te entienda... hay madres y padres que estamos ahí, no para revolcarnos juntos en el dolor, sino para escucharnos y apoyarnos. Hay terapeutas que saben de verdad lo que es un duelo y te pueden ayudar. Hay doulas que conocen bien la maternidad y sus duelos y te pueden acompañar. Y hay personas, en general, que saben que lo importante no es como ellas vean tu vida, sino como es para ti y como tú la sientas.
Yo tengo algunas personas así a mi alrededor, y esas son las personas que cada día me dan apoyo, incluso sin saberlo, para seguir asumiendo y procesando pérdidas, y ayudando a Pablo a ser feliz. Y nunca podré agradecer lo suficiente el tenerlas.